EL CIEGO DE LA CALLE SÁENZ PEÑA


Merodeo en la oscuridad de la casa entre incertidumbres protectoras. Es la octava noche de insomnio desde que vi a ese anormal; no huir de ese incidente es designio de mi hado mortuorio. ¿Conocerlo habrá sido producto del azar o era yo un elegido a vivir en el mundo de mis angustias?
Recuerdo al hombre ubicado en la esquina. Sentado en su banquito destartalado fabricado por alguien con conocimientos pobres de carpintería, observa la eterna oscuridad instalada frente a sus ojos.
Un pájaro graznó en respuesta al amanecer y me trasladó al recuerdo de las pesadillas reiteradas, cuando aún podía dormir una semana antes. La mañana helada de junio avanzaba privada del sol. Me pongo la campera y salgo planeando buscar información sobre el ciego forastero y su curiosa música inapreciable.
A las pocas horas de indagar entre la gente descubro un detalle. Se comportan de modo huraño ante el tema. No voy a negar que al notarlo me exasperó; es intrigante que eviten hablar de él. ¿Cómo pueden demostrar desinterés? El ciego, al parecer, no tiene morada ya que permanece en esa esquina día y noche sin comer o dormir, sujeto a las situaciones climáticas más severas. Nadie puede o quiere recordar su nombre y esa indiferencia provocó en mí una obsesión.
Quiero saber más y sólo alguien puede ayudarme; lo he decidido, hablaré con ese ciego. Reúno fortaleza suficiente para acercarme a esa esquina; mi temor es una maquinaria antigua funcionando con dificultad, dejándome los huesos como herrumbrados engranajes.
Camino por la calle Sáenz Peña. Una cuadra antes de llegar a la Avenida Independencia ya se escucha el sonido de su charango; no hace falta tener conocimientos de música para percibir su carente oído musical. Quiero alejarme pero resulta imposible retroceder. Me detengo disimulando mirar los accesorios de deportes exhibidos en un negocio. La pérdida de esos minutos sirve para esperar que disminuya la aglomeración de gente yendo y viniendo por la vereda. Lo veo a una distancia cercana y hubiera sido fácil confundir sus facciones sin vida con un cadáver, si no fuera por su activo balanceo sin levantar las nalgas de su precario asiento, al compás de las notas disonantes.
No existen razones para que pudiera verme; estoy parado a más de cincuenta metros y me resguarda su propia ceguera pero de algún modo pudo hacerlo. Sus ojos lechosos se clavaron en mi presencia como el arpón del ballenero de Melville... y sonrió. Una sonrisa lejos de ser agradable.
Me estremezco y siento mi alma escurrirse al reparar en su actitud. No se limita a mirarme; la remota posibilidad de creer que orienta sus ojos turbios hacia un punto sin destino, sin ser yo su objetivo, se volatiliza cuando hace una señal invitándome con la mano.
Otro impulso de escapar. Presiento que es mi última oportunidad. Huir es lo más sensato y determino volver a casa, sin embargo, no dejo de avanzar; la imagen del músico continúa cada vez más cerca. Mis pies no obedecen; sólo lo hacen cuando quedo ubicado a dos centímetros de distancia. Soy incapaz de controlar mi sobresalto pero sí es posible camuflarlo con una mirada piadosa.
La calle y el ciego desaparecieron, o quizá fui yo quien desapareció; de inmediato otras imágenes las sustituyeron. Una nueva realidad se distorsiona ante mis ojos como los relojes de Dalí. Imágenes delirantes que prefiero llamar surrealistas (le da un toque más artístico y le facilita a mi cerebro la tarea de aceptarlas)
Mi realidad es cambiada por otra adversa. El tiempo transcurre acelerado y el sol se sitúa en el punto del crepúsculo. Una migración de aves volando sobre unas dunas arenosas de color azul aletea hacia una meta prefijada. Son once y todas presentan algo en común: les faltan los ojos. El pájaro que guía la rara migración bajó la cabeza para vigilarme, y graznó. El sonido fue hueco y el efecto de repercusión atormenta mis oídos, desesperándome.
Estoy despierto pero sufro otra vez mi pesadilla reiterada. Ahora la imagen de la migración se detiene; las observo suspendidas en el aire. El pájaro-guía, sin moverse, prosigue mirando a través de las masas blanquecinas ocupando sus espacios oculares. Siento el contacto repulsivo cuando aprisiona mi brazo. Sus dedos son fuertes y la lucha por liberarme es vana. Sufro un ardor intenso en las retinas; me restriego varias veces y pestañeo hasta segregar un lagrimeo caliente y espeso. Cuando vuelvo a abrirlos aún estoy en el mismo sitio. Anocheció; él ya no está; o quizá se esconde en cualquier sitio; vigilándome... El banquito sigue aquí, vacío. El charango apoyado contra la pared espera las caricias de su dueño.
Siento confusión. Lentamente recupero fragmentos de mi memoria emulsionados con hechos jamás vividos. Me había dicho algo mientras estaba absorto en la migración y en las dunas. El ciego me había hablado en el minuto separador entre el crepúsculo y la noche. Y yo... le había contestado aunque tampoco recuerdo mis palabras.
Miro el cielo oscuro y diviso lejos, siluetas de aves; buscando víctimas; buscando adeptos.
Un frío lame mi cuerpo. Noto algo diferente en esa migración. Un ave más vuela rezagada acercándose con prisa al grupo, uniéndose al final de la fila formada como una estratégica V invertida. Ahora son doce. La nueva mira hacia mí y grazna en señal de despedida. Descubro en esos ojos velados la mirada tenebrosa del músico. Otra vez asocio esa ceguera con la mirada iracunda y vengativa de aquel capitán sacrificándolo todo, a cambio de cumplir su avidez por cazar a Moby Dick.
Descubro otro detalle: no anocheció (por lo menos no para todos); en mis ojos habitaría el crepúsculo durante varios años hasta que el grupo de aves culmine el ciclo y vuelva a su punto de inicio para llevarme.
Entre las confusiones de mi mente, extraigo a la superficie una parte de las palabras del ciego. Esa esquina es un nexo cósmico. Un punto de llegada y un punto de partida; un punto de inicio y un punto final para... para algo. No lo sé, aunque deduzco que no es mi obligación saberlo. Desde hoy sólo es primordial cumplir mi labor.
Veo el charango... veo el banquito... y veo la vereda... No es necesario ver nada más, lo otro carece de importancia. Cada vez que me esfuerzo por divisar más allá de los límites que me impusieron, me ahoga una espesa oscuridad. Mi libertad depende de alguien que me busque, como yo busqué y hallé al anterior.
Las aves ya son puntos en el horizonte. Sonrío. Algún día volverían... pasarían años pero no dudo de su regreso. La migración jamás deja desamparado a uno de los suyos. Y ahora yo soy uno más del grupo.
Envuelto en tinieblas me siento en el banquito, sostengo entre mis manos el charango... y con notas disonantes comienzo a tocar al ritmo de mi balanceo.

ISBN 978-987-05-8075-1
Extraído de "Fábulas de una Realidad Inestable"
Noviembre 2009
Editorial Impresión Arte (Ediciones Patagónicas)
Contacto: 02995234420
silviayfreddy@hotmail.com

Comentarios

Mª Ángeles dijo…
Hola Mº José. No conocía la existencia de tu blog, y ha sido un descubrimiento maravilloso. Sólo he leido este cuento (hasta ahora) y me ha parecido fantástico. ¡qué imaginación tienes! ¡Qué bien hilas todo!
EStaré aquí de seguidora. ¡Enhorabuena!
¡ay, que me he equivocado! no eres Mª José, ¿verdad?
bueno, Martín Nigromante, te digo lo mismo.
Estaré por aquí, paseando si me lo permites.
Martín Nigromante dijo…
María Angeles, no te preocupes por tu confusión y puedes pasar cuando quieras por aquí.
mercedes dijo…
Ajá, seguí un hilo conductor y aquí estoy deleitandome con este cuento, muy bien hecho, me gustó, ¿se nota?
Saludos y volveré por este reino, si me lo permites.

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