FUEGUINA NOCHE CÓMPLICE



Su cuerpo brillaba a la luz de la luna y se estremecía al sentir que la hierba rozaba su piel. Sentada en el suelo y apoyada sobre un árbol, frente al arroyo, perfumó el aire con una sonrisa traviesa cuando percibió una sombra entre los arbustos. Sabía que él estaba vigilándola, como todas las noches cuando llegaba a ese lugar para meditar antes de acostarse. Hoy no tendría prisa; jugaría un poco antes de volver a las rutinas de su vida. Se humedeció una uña y aquellos ojos pardos que la deseaban, apreciaron lentos movimientos de su lengua rosada asomando, cada tanto, tímidamente. Con perspicacia apoyó las manos sobre sus muslos y las deslizó con mucha suavidad arrastrando su falda hasta las rodillas, subiéndola luego cinco centímetros más y separando levemente las piernas. Permitiéndole mirar todo lo que quisiera para que él dejara a un lado su imaginación.

Marcia, todavía en la misma posición, escuchó el suave crujir de una rama a su espalda y su cuerpo tiritó a causa del deseo, pero más por el miedo cobrando vida en su interior. Se levantó y caminó unos pasos hacia la orilla del arroyo que siempre visitaba oculta entre sombras.
Esperó... escuchó...
El silencio era muy denso y oyó la ruda voz de su alma advirtiéndole el peligro que se le acercaba. Sí, era consciente; debería marcharse; pero la ansiedad por conocer a ese hombre construyendo fantasías con su cuerpo, admirándola en secreto, era mucho más fuerte. Después de todo, serían algunos minutos antes de retornar sigilosa. Salvaría los noventa y cinco metros que la distanciaban de su casa, sin que nadie se enterara de aquella intrepidez.

Se había acercado. Podía sentirlo. Jamás había percibido su presencia tan cercana a ella. Se había arriesgado a hacerlo, impulsado por sus provocativos meneos que cumplieron su función de inmediato. Esos pensamientos y saber que él aún estaba allí, buscando la manera de hacer realidad sus indecentes caprichos como un niño malcriado actúa para conseguir un juguete, incrementó la fiebre en su piel. Un ciego delirio perseguido desde hacía tiempo, sin conseguirlo.
Volvió a acariciar sus muslos; ésta vez sobre la tela de su prenda. Un pájaro nocturno trinó en respuesta a esa sensual fricción.
Otro paso... Otro crujido... Otro salto brusco en su corazón. Tenía que ponerle un fin a esa locura ahora mismo. No advertía quién la estaba observando; sin embargo, sí sabía con exactitud desde cuando lo hacía. Un mes. Treinta noches sintiendo sus ojos sobre su cuerpo... alojándose una estela ardiente devoradora de su fortaleza.

Ella se imaginaba, a veces, cómo sería el color de sus cabellos o cómo serían esas manos que ansiaban recorrer su piel cubriendo cada uno de sus poros. Se imaginaba sosteniendo el rostro de su admirador, absorbiendo la calidez de sus labios; soñando con retener esa respiración que reprimiría momentos de soledad.
Ella pensaba... reparando que él también lo hacía. Cada uno de ellos tenía la mitad de una misma fantasía. Aquella mente, extraña para Marcia, no dejaba de estar invadida por la lujuria. Ese maravilloso virus capaz de permitir que las acciones más prohibidas cobren vida.
Cubrió sus pechos con las manos mientras miraba la luna, su amiga, la única. Mientras intentaba percibir lo que él fantaseaba en ese preciso instante. ¿Le interesarían sus ojos?... ¿Estaría zambulléndose en su mirada?... ¿O tal vez era alguien más osado y estaría pensando en su ropa interior?... en su color... en su diseño... en las miles de maneras de quitársela... El silencio volvió para angustiarla aunque no supo si se sintió así por temor a que se hubiese marchado o por simple melancolía. Tenía que descubrir si los ojos de su espectador aún se ocultaban sobre su sensualidad, y comenzó otro juego más atrevido: Gimió. Primero suave. Luego, cuando la confianza y el deseo irrefrenable fueron apoderándose de sus sentidos, los sonidos brotaron de sus labios más intensos e incontrolables. Nadie la escucharía. Sólo él. El hombre misterioso a quién le estaba dedicando su espectáculo. Seguía gimiendo y acariciándose, en una actuación cumbre. Sabía cómo fingirlo. Con el transcurso de los años, se pueden aprender muchas cosas.
Sintió que sus senos se oprimían en un caluroso abrazo... Sintió que su blusa se abría... Sintió que su sostén caía sobre la hierba... Sintió que no eran sus manos.
Aun así, no se detuvo ni demostró temor. Su temeridad había llegado hasta aquí, ahora no tenía ningún sentido hacer un paso hacia atrás. Sólo tenía que dar media vuelta y al fin vería ese rostro que durante días se mantuvo oculto entre las sombras... y el deseo de ambos. Sin embargo, no quería hacerlo. Todavía no había reunido el valor para enfrentarse a esa silueta en llamas que, sin ningún pudor, marcaba su espalda y cada una de sus curvas con su torso sudoroso. Apreció el nerviosismo de su amante con su propio cuerpo. Estaba desnudo; eso terminó por descontrolarla. Nunca creyó que volvería a sentirse una quinceañera a los cuarenta y dos años. Dejó que aquellas manos calcaran un mapa de su cuerpo. Su mente se olvidó de todo; su mirada bajó y se concentró en las estrellas que flotaban sobre el arroyo, resaltando en la oscuridad. Dejó que su cuello y sus cabellos fueran tratados como una pieza de colección, en el taller de un experto anticuario.
Él retrocedió un paso, separándose. Ella también retrocedió un paso, con la intención de no perder el contacto de sus pieles, y contuvo su respiración unos segundos. Él la obligó a darse vuelta, con una ternura que recién en ese instante descubrió que existía. Sostuvo su rostro con ambas manos y acarició sus labios no sólo con los suyos sino también con su mirada dulce. Ella quedó atrapada por el influjo de esos ojos pardos, eclipsando sus tristezas. Él quedó atrapado en su belleza, que ya pocos apreciaban. Ella cerró sus ojos. Él también hizo lo mismo. Se dio cuenta que era muy joven; apenas llegaba a tener dieciséis años. Pero aún en ese instante no dudó.
Y lo dejó...
Permitió que continuara avanzando (y lo hacía con rapidez a medida que perdía su timidez), alimentándole cada una de sus fantasías con las llamas que brotaban del interior de ella misma; llamas dóciles quemando en sus partes más sensitivas. Se lo permitió todo, no sólo a él sino también a su propio cuerpo. Gradualmente aceptaron esa confianza mutua que se cedían; y el juego que había iniciado con el propósito de ahogar su rutina, se convirtió en un mar de lava en donde quedó sumergida e inhibida temporalmente, sin poder evitarlo, su moralidad. Marcia hizo posible todas las fantasías del adolescente, acumuladas por vigorosas ansiedades; alegrándose al darse cuenta que sus deseos también se concretaban. Uno de sus pezones quedó atrapado en una sensual prensa húmeda, intensificando esa punzante y erótica succión, segundo a segundo.
Y lo dejó...
Una lacerante caricia la condujo hacia el instante y el lugar extremo donde habitan absolutamente todas las pasiones, experimentando una extensa gama de ansias luchando por ser libres. Una caricia recorriendo el lado izquierdo, desde la cara externa del muslo hasta su cadera, provocándole un ardor que la alejó de la realidad; y enseguida un delgado hilo rojo surgiendo del rasguño, humedeciendo su pierna. Pero ignoró aquello...
Y lo dejó actuar con libertad.
Al permitirlo, ambas siluetas formaron parte de la geografía del lugar. En ese momento ella fue el arroyo mismo, y él... una incandescente piedra atravesando su cálida superficie. Más tarde, aún permanecían así; unidos. Sin importarles que la luna los mirara agazapada entre las tormentosas nubes. Aunque no quería pensar en la tormenta, ahora. La tormenta estaba lejana... y eso la hacía respirar libre. Cuando se acercara la tormenta, pensaría en algo. Siempre se le ocurría algo. Con el transcurso de los años se pueden aprender muchas cosas. La luna se despidió de los amantes y con el debilitado brillo de su última sonrisa, se alejó confusa de allí.


Marcia despertó con el aroma del deseo sobre su cuerpo. Lo seguía viendo. En sus sueños... en su piel... en aquellas ropas rasgadas que escondió en el fondo de un viejo baúl guardado en el desván. Al advertir que esto último no era lo adecuado, prefirió incinerar esas vestimentas impregnadas en un capricho tan pecaminoso que resultaba irresistible. Con los ojos fijos en el techo, añoró sus abrazos... e imaginó de nuevo sus labios amando las partes de su cuerpo que exigían aplacar las llamas dominantes, con más calor.
Miró el otro lado de la cama y lo encontró vacío. Estiró la mano en un movimiento lento, hasta tocar la concavidad formada en la almohada. Un resplandor la regresó de sus quiméricas esperanzas. El baño emitía un débil tono amarillento. La luz se apagó; una sombra salió de su interior; se dirigió a la cama y se acostó a su lado.
Marcia se acurrucó sin hacer ruido, al oírlo. Esperó interminables minutos antes de volver a abrir los ojos. Lo miró, cuando supuso que se había dormido. Una lágrima corrió por su mejilla. ¿Había sido un sueño? Ella tomaba esa decisión. Después de todo lo único libre que poseía eran sus pensamientos.
Lo miró nuevamente y otra lágrima se deslizó en su honor. Recapacitó unos instantes y decidió (quiso hacerlo), que aquella noche no había sido parte de otra de sus fantasías para huir de un infierno. Contempló el círculo de oro que rodeaba su dedo y un torrente de lágrimas bañó un rostro que hacía menos de una semana había conocido la felicidad y el amor al mismo tiempo, durante unas breves horas nocturnas. Una noche encerrando toda la magia con la cual soñó cuando era pequeña.
Volvió a recordar aquellas caricias y rió tapándose la boca con una mano para no despertarlo. Se fue quedando dormida pensando en aquella noche. Jamás volvería a estar sola. Siempre estaría la imagen de ese adolescente entre ella y su esposo.
No. No había sido un sueño más. No había sido otra de sus fantasías. Y esta vez podría demostrárselo a sus amigas. Tenía pruebas que cargaría algún tiempo. Dos marcas revelando las dos mitades de su alma. Por un lado, era todavía visible el rasguño sanguinolento en la parte izquierda de su cadera... por otro lado todos verían cubriendo su ojo, el manchón que ya empezaba a cambiar de color; tornándose más tenue.
No llevaría lentes oscuros como muchas lo hacían. Como ella misma lo hizo hasta cinco días atrás. No sentiría vergüenza; nunca más la harían sentir culpable. Ambas marcas las llevaría con orgullo para siempre.
La primera, cuando se desvaneciera completamente... permanecería bosquejada en su interior el resto de su vida.
Por la segunda no se preocuparía... con seguridad, habría otras.

                                                                                                                                 M.N; 2002



Extraído de “Cuentos de Amor, Supervivencia, y Manipulación” (Edición, 2008)

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