La redención de Asterión
“...¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o
un hombre? ¿Será tal vez un toro con cabeza de hombre?
¿O será como yo?...”
“LA CASA DE ASTERIÓN”
JORGE
LUIS BORGES
Cubierto de sudor que al contacto con los
ardientes rayos daba a mi piel el efecto de un seductor bronceado, caminé a
paso lento mientras pasaba un jirón de su vestimenta sobre la superficie de la
reluciente espada que todavía empuñaba. Observé el trapo impregnado en la
espesa y maloliente sangre, saturada de una eterna maldición. Mientras abrazaba
a la mujer que desde ahora sería mi prometida, le dije al oído y con una
venenosa ironía estas palabras... “¿lo
creerás, Ariadna, el Minotauro apenas se defendió”...
Me mantuve silencioso recordando esa
lucha majestuosa... esa muerte digna de quedar sellada con las doradas heridas
de los héroes, en los anales de los mitos desconocidos. Cuando entró a la casa
(no fue complicado hacerlo porque día y noche sus puertas infinitas permanecen
abiertas) experimenté un inusual asombro, reemplazado repentinamente por una
destacada dosis de iracundia más la ciega ansia de vencer. Caminábamos
alertas... recorríamos aquellos pasillos confusos y sombríos como animales
acechando. El silencio imponente dejaba a cualquier cripta envuelta en súbitas
alegrías. Los latidos de ambos corazones ensordecían el sonido de nuestros pasos,
impidiendo identificar las distancias entre nosotros. La soledad dominando el
espacio, en el cual mi figura transcurría dúctiles minutos meditando sobre
suerte tan necia y despiadada, era una taciturna testigo de la inquietud en el
alma de ese visitante esperado durante años. Tardó en localizarme; por unos
momentos creyó que jamás podría hacerlo al quedar confundido entre las
múltiples reiteraciones de fastuosa edificación. Cada parte de la casa (que es
inmensa y no presenta fronteras) existe repetidas veces. Desenvainó el arma y
sus ojos fueron apresados por el reluciente metal, corroborando el nefasto filo
deslizándola con suavidad sobre la palma de su mano. Cuando nos enfrentamos y
vi su rostro por vez primera, advertí previamente que los dioses habían enviado
al Ser indicado para hacerlo. El Oráculo no se había equivocado... el Oráculo
jamás falla. Tenía carisma... y ese detalle en la fisonomía provocando
seducción y espanto al mismo tiempo.
Permití durante unos segundos que
estudiara mis movimientos... mis ojos... mi sed de venganza... la pasión de ganar palpitando en mi alma (si
es que nací con ella). A cambio me otorgó serenidad, como si deseara quedar
envuelto por la mortaja de mi sino. Pero ambos coincidíamos en una cosa. Éramos
muy orgullosos... hasta el extremo de cegarnos y no detenernos a distinguir las
fatales consecuencias. Era tal nuestra arrogancia, que en la vida podríamos
haber sido ni amigos... ni enemigos. Ni reyes... ni súbditos... no existía
espacio para ambos en el universo... (o al menos bajo el mismo techo; en la
misma casa creada para mí, por mi padre). También asimilábamos otro
conocimiento. Era imposible que pudiéramos vivir separados, permanecer alejados
el uno del otro. La explicación de ese orgullo está conservada en mi linaje.
¡Soy el hijo de un rey!... ¡De un Dios!, si me permiten expresarme así. Porque
un gran gobernante se convierte en muy poco tiempo, en una importante deidad.
Teseo se arrojó con una intrepidez sin
igual dando un salto, descargando sobre mi rostro el peso de su furiosa
rebeldía, dibujando una larga y honda senda desde el párpado inferior derecho,
hasta el mentón; a su vez, él quedó marcado por la incisiva garra de mi arcaico
resentimiento, acumulado magníficamente en secreto para ser utilizado cuando llegara
el triunfal momento. Un estigma cumpliendo la función de recordarme quien soy
en realidad cada vez que me refleje en su imagen. Observé el hilo disfrazado de
las penumbras y rastreé la salida.
¿Les comenté en algún momento del
desusado impulso por sentirme vencedor en el propio territorio de mis
adversarios?... estímulo, tal vez, creado por mi soberbia y misantropía (las
mayores fallas en mi alma, las cuales durante innumerables años me ayudaron a
sobrevivir al exilio predestinado por los dioses). No haré nada para defender
mi naturaleza. Soy en parte, como me hicieron los hombres... en parte, una
venganza del habitante más excelso del Olimpo. Vuelvo a mirarla... sus ojos,
embellecidos por el centelleo de la duda, intentan interrogarme: “Te encuentro diferente”... me dijo con
dulzura.
¡Ariadna es tan hermosa!... acaricié sus
cabellos y levanté la mirada al cielo, hacia la morada de los dioses, quizá
para agradecer... quizá para desafiarlos... no supe la razón pero al hacerlo,
un rayo de luz penetró mis dañadas retinas, hasta ese amanecer envueltas en
sombras. Seguramente se acostumbrarían... con el tiempo.
Mi redentor llegó... él mismo decidió
introducirse a mi casa para buscar su destino... no podía resistirme a su
apariencia. Era imposible impedir que se cumpliera la profecía...
Mi redentor llegó (finalmente resultó ser
sólo un hombre) con una misión en sus manos y el peso de mis angustias en su
alma... él, estoicamente vino a reemplazarme luego de un incomparable combate.
¡Ahora soy libre!... ¡y los responsables
de mi encierro, serán condenados!
SERGIO
J. RODA
1 de noviembre de 2002