EL ARCÓN DE LOS RECUERDOS

El Arcón de los Recuerdos


La sin consuelo, sentada en un rincón, observaba aquellas manos que se habían cansado de trabajar después de sesenta y ocho años. El pañuelo blanco recibía las lágrimas que brotaban de sus ojos negros como el carbón. Julieta se acercó para abrazarla.
- ¡Qué será de mí, áura! –Repetía con tristeza. Mis brazo ya parecen gelatina; no puedo seguí en el campo...
- ¿Y la costura? Tengo entendido es una ayuda.
- Por culpa d’esto cachos d´algodón tuve que dejá la cosedora abandonada en un rincón. Veo sombras, comadre, sólo sombras. Pero pior es nada, ¿No es así?
- Claro Clementina, –Dijo complaciéndola, sin estar convencida por ese punto de vista– no se lamente. Algo se nos ocurrirá.
- Me abandonó el viejo, Julieta. El Jacinto me se jué pa bajo la tierra, a buscar la cosecha qu’este año no se animó a visitanos.
- Mire, comadre, ayí viene Don Eusebio. Y trai las papeleta del dijunto. Siguro él conoce alguna solución para aleja esa manga de langostas con traje y maletín.
- Mas que langostas parecían cuervo, Julieta. Cuervo picotiando enrededor de la puerta, cuando el amanecer tuavía no relucía.
El capataz llegaba a la hacienda y sacándose el sombrero de color pardo, por respeto a la viuda y a su patrón aún tibio, saludó con un movimiento de cabeza. Cuando le explicaron el asunto, el hombre miró a través de la ventana las primeras penumbras que se atrevían a salir al esconderse la antorcha que las tenía prisioneras. Luego se rascó el nidal de alimañas y enmarañando las zarzas albinas de tanto trabajar a cielo abierto, habló poniendo cara de Magdalena.
- Mire patroncita, no creo que sea güeno pa una mujer de edad y en su condición, ningún trabajo. Pero dicen que en la estancia vecina están buscando alguien pa que ayude en varias tareas. Buscan alguien pa que cuide al niño, que nació tuyido el pobrecito. Tiene cinco años... pero no camina y eso haría más fácil la tarea. A lo mejo...
- Gracias Don Eusebio, pero ya no quiero saber más nada de niños. Ya no importa, total... ¡Debo de estar muerta y no me enterao!
- ¿Porqué dice eso patroncita?
- ¿Cómo me se esplica sino que lo hijos dejen de vela a una? Uno se casó con una gringa y se jue del país; el otro quiso ser dotor. Saltó de mis brazos como maíz frito sin darme tiempo la idea de no volvé a velo.
- Estará orgullosa. Eso es una sencia muy conplicada.
- Sí... tan conplicada que no tiene tempo de vení en ese trueno con dos ruedas, pa fijase como está una. Vino una ve. Una ve, vino... pa mostrame un papel... una sola ve... en aquel tempo tuavía podía mirá, pero no sé leé, ansí me esplicó que era con eso como se sabía si podía se curandero o no. El más chico estará dándole la bienvenida al Jacinto. Hace años me dijeron que fue culpa de la disteria. Yo les dije... “¡Qué saben ustede! Si es muy crío pa andá liado en faldas”. Fue m´hijo el dotor el que me esplicó que la disteria es una enfermedá.
- No les afloje patroncita, esos abogados vienen a jugarle manganeta. No le afloje a la lucha. Así era el patrón; siguro a él no le hubiera gustado verla bajar los brazos.

Julieta tuvo que irse, tenía una familia para atender y el camino hacia su rancho era largo. No quería que la sorprendiera esa india, que tantos juraban haber visto, buscando a los que mataron a sus hijos y le quemaron su choza hace siglos.
Se despidió de su comadre, prometiéndole volver con la primera labranza de la peonada que ya se la veía parlotear preocupada por el destino del campo. Don Eusebio también se marchó, dejando a la reciente viuda hablando con el silencio. Fue en ese momento que los roñosos trapos colgados en la puerta se movieron, revelando una sombra entre los últimos gritos furiosos de la jornada. Se adelantó a la doliente y Clementina pudo ver la silueta de un muchacho. Su cara estaba formada por blanco mármol.
- ¿Qué se le ofrece, joven?
- Tome. Es su último aviso. Tiene cuarenta y ocho horas, de lo contrario tendremos que embargar –Al ver que no comprendía, fue más explícito– Tendríamos que quitarle la estancia, pero no se preocupe señora, no va a perder mucho –Miró la habitación evitando el féretro quizá por un remordimiento interno– Esto hoy, no tiene ningún valor.
- ¿Diaonde voy a sacar ese vento, joven?
- No es nuestro problema.
- ¿No hay otra cosa que podamo hacé? Usté parece una malva; no como lo otros.
- Lo siento, esperamos suficiente mientras vivía su esposo.

Sobre el rústico cajón cosechero donde cinco minutos antes se había sentado Don Eusebio, dejó un sobre conteniendo palabras que la mujer no descifró. Sólo entendía que le querían sacar el fruto de los años de esfuerzo de su esposo. Nada era igual desde que sacaron la hipoteca. Los ayudó una vez, eso sí; no podía negarlo pero esa misma hipoteca que les sirvió de ayuda, condenó al viejo en la actualidad. Muy despacio se le fue marchitando corazón.
El silencio volvió para intentar en vano consolarla. Se levantó y caminó hasta un polvoriento rincón, casi olvidado, donde el tiempo aún parecía cobrar vida. El arcón que allí se encontraba contenía algunas cosas sin valor, recuerdos añejos de una época esplendorosa.
Clementina apartó un sobre con billetes arrugados e inservibles. Después extrajo un paquete atado con una delgada cinta celeste. Lo abrió y sus manos acariciaron los tesoros de toda su vida, conservando aún los aromas rememorando su pasado. Una flor de tela usada el día de su casamiento; su madre la había confeccionado especialmente para aquella ocasión. Dos retratos que le ayudaban a recordar el rostro de sus hijos. Y sus alianzas...
Eran símbolos importantes para ella, uniendo ese amor que sólo pudo separar la muerte luego de sesenta años de matrimonio. Completaban el contenido, un paraguas y unos cuantos trapos enmohecidos sirviendo de banquete a un grupo de polillas. Guardó todo, cerró el arcón y volvió a sentarse al lado de su esposo.
Mirando los destellos que despedían los cirios sobre el crucifijo de plata que el viejo tenía colgado en su cuello, se quedó dormida... Y soñó.
Hacía años que no lo hacía, o tal vez no lo recordaba. Añorados tiempos volviendo para jugarle una broma a sus sentimientos. Jacinto entraba a la casa luego de un duro día de faena. Su sombra, con el sol colocado sobre su cabeza como un rojizo nimbo bordeándolo y haciéndolo parecer un santo. Los recibía ella y el pequeño que aún gozaba de buena salud.
El viejo roble se acercó a la enredadera, y le regaló un poco de su aliento. Ambos brillaban por el fuego que latía entre sus corazones, dando la sensación de ser una sola persona. Sus dos hijos mayores estaban más atrás, y todos reían... y se divertían... y danzaban junto al fogón.

La naturaleza abrió despacio sus ojos. Bostezó, mientras extendía sus rosados brazos y derramó sus centelleantes colores al entrar en la habitación junto con la Julieta, para darle el último adiós a Jacinto. La sin consuelo dormía sentada junto al ataúd con los brazos en forma de cruz sobre su pecho. Sonreía. Y aunque ya no tenía dientes, era una sonrisa envidiable. Rebosante de felicidad y de buenos momentos.
Y se quedó así... vestida de sonrisa. Y se quedó dormida... como abrazando a sus sueños.
Más allá, el arcón permanecía abierto. Sobre el suelo, una flor de tela, un par de retratos y unas sortijas, estaban rodeadas por esa cinta, como un delgado trozo de cielo, colocada en forma de corazón.
Cuando la vistieron para su entierro, contemplaron sobre su pecho una quemadura... una cicatriz cauterizada en forma de crucifijo.

Dicen los ancianos aún viviendo en esos parajes, que cuando el cielo comienza a inflamarse y antes de apagarse las nubes llameantes con la frialdad de la uña de plata, eclipsándose a sí misma, es común observarlos tomados de la mano, caminando entre esas hectáreas regadas con su sudor, hoy pertenecientes a un terrateniente... y si el tiempo favorece la visión, se distingue recortada sobre la línea marcando la distancia, una pequeña silueta saludando con sus frágiles deditos; esperándolos.

Extraído de Fábulas de una realidad inestable (2008)



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